Quan vius una infància de pis de l’Eixample, aguantes aguantes aguantes les ganes de córrer, tocar fang, saltar marges i esclofollar ametlles fins que ets al poble. Aquest és un poema sobre Tivissa.
Cuando nació mi hermana mi padre mandó construir una casa
en lo alto, bordeando el valle.
Pensando en una posible burbuja nobiliaria, mi padre
compró también las tierras delante de cada ventana
para que nadie pudiera levantar en ellas
cosas opacas
que nos separaran de las montañas.
(Desde aquí, le doy las gracias.)
Había árboles viejos
en esas tierras: olivos, almendros,
que miraban a mi padre con la condescendencia
propia de lo antiguo y noble.
Y en el último y más grande trozo de tierra
no había árboles,
y mi padre,
que no tiene paciencia,
preguntó a los lugareños qué árbol crece más rápido,
porque un señor con su castillo y sus tierras requiere también un bosque.
“Pinos”, dijeron. “Pinos”.
Y las princesas jugábamos
debajo de todos ellos, árboles
jóvenes y viejos, y entre nosotras
y las montañas
sólo había bosque y aire
nuevo y fresco, casi crujiente.
Los reyes salían al balcón
a dar proclamas sobre la cercanía de la hora
de la comida
y entonces las princesas corríamos camino arriba
al castillo en la ladera,
mientras abajo, en silencio, los pinos crecían
y arriba
un mantel se desplegaba como una vela
o un dosel.
Cuando ya no fui princesa,
y el castillo era una casa rural
que no marchaba bien,
me encontré, de repente, en el grupo de pinos
demasiado pequeño para ser nombrado bosque.
Eran los únicos árboles de mi generación,
y las mismas manos que solían levantarme
para subirme a una silla como un pequeño trono,
habían hundido las raíces de esos árboles
en la tierra que heredábamos,
el mismo padre, el mismo crecer rápido
no pude sino abrazarme
a esos hermanos de corteza áspera
agradecida de que fueran menos frágiles
menos efímeros
que los reyes y los reinos
de los humanos. Todos
habíamos crecido
para sabernos pequeños. Para saber que moríamos.
Que no era real la realeza,
era real la realidad.
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