Bajábamos la calle o el puerto o el parque
o las montañas:
la noche, consciente de sí misma de repente,
se acercaba
a corregir nuestro error de ser dos
en un vertiginoso viaje de bajada.
El día envió hordas de caballos y de hojas
que la lluvia peinaba y los árboles tenían,
y los llamó “caballos” y “hojas”
como un niño mira al día y dice “día”,
con el simple idilio de las cosas con su nombre.
En el cuerpo algo brilla
cual la última gota en deshelarse
ante estos simples idilios
de cosa y palabra. El instante
en que algo, ya sin la esperanza
de encontrar quien le nombre,
oye de golpe cómo le llaman
con el nombre que ya tenía
pero que no encontraba.
La cosa y el nombre dejan de ser dos
en un vertiginoso viaje de subida.
Es misión de las poetas, en nuestro contexto cotidiano, poner palabras a “cocina”, “nevera”, “cuerpo”, “cama”, “día” para que podamos sentir las emociones que hay detrás de nuestra cotidianidad. Gracias.
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