Mi corazón es como un niño de dos años
fuerte y temerario.
Entiende “sí”, “no”, “ahora”, “mío”
y el canto de algunos pájaros,
pero no “espera”,
“contexto”
o “relativamente improbable”.
Mi corazón me mira con esos ojos grandes
y me tira del vestido, lentamente,
y he gastado tanta energía
en intentar esconderle.
Mi corazón tiene 5 amigos
invisibles, leales:
la pena, que lo aprieta despacito
hasta que chorrea;
la rabia, que habla siempre a gritos
y no tiene dedos ni dientes, creemos
(porque nunca se los hemos visto);
la dicha, que silba bajito
una música tranquila;
el entusiasmo, que lo zarandea
bailando el ritmo que la dicha silba;
y el miedo.
El miedo.
El que se quedó encallado
el día en que el escondite dejó de ser un juego.
Yo he intentado que mi corazón acepte
que cuando hay visitas sus amigos deben irse
educadamente,
que la pena no puede acampar en mi salón,
que el miedo no puede pegar sus chicles
bajo mi mesa,
y la rabia no tiene el derecho que reclama
a manchar una y otra vez las paredes de mi casa.
Le pido que duerma y él
sueña;
le pido que acepte y él
queja;
le pido que olvide y él
berrinche y cancioncilla eterna;
le pido que calle y él
ojos tan grandes, tan grandes;
que no cabe en ellos la intemperie
donde la locura llueve,
“danos espacio, danos espacio”
y la vida no espera
nunca ha esperado
mi corazón no entiende
mi corazón me tira del vestido hacia la luz
y hacia la vida:
“¿no intuyes acaso un gracias
en lo que la dicha silba?”.
Porque la inercia me acelera, y él es lento,
porque el trabajo me endurece, y él es tierno,
porque el mundo me distrae, y él es centro
terco niño de dos años
obstinado en latir del lado de los sueños.